La actividad comercial romana se valía de las rutas de navegación marítimas heredadas de los comerciantes fenicios y griegos, que conectaban todo el Mediterráneo. Desde Alejandría pasando por Grecia, Cartago, Roma, la costa gala y los puertos hispanos hasta Cádiz, aprovechaba al máximo los flujos marinos y los vientos. Esta enriquecedora empresa se vio enormemente beneficiada por la unidad territorial y política del Imperio, consiguiendo la difusión de la lengua y la moneda romanas. Desde el litoral, la extensa red de calzadas romanas se encargaba de redistribuir las mercancías almacenadas en los puertos hacia las poblaciones del interior. El tramo de Via Augusta que articulaba todo el Valle del Vinalopó era la principal ruta de acceso hacia el interior desde los puertos de Lucentum e Ilici (Portus Ilicitanus). Los principales productos importados eran el vino, el aceite, el grano y las salazones, almacenados en ánforas; junto a ellos también llegaba mármol, vajilla cerámica y objetos de bronce, vidrio, etc. Se exportaba vino, aceite y cereales, como prueban los muchos elementos de almazara, prensa y molienda que se han encontrado en la Huerta monfortina. El flujo e intensidad comercial varió con el predominio de los centros de producción, primero itálicos desde el siglo II a JC, después los galos e hispanos durante los siglos I y II d JC, y finalmente, los norteafricanos hasta el siglo VI.